Un día, de repente, alguien irrumpe en tu vida. Tu vida. Sí, esa, la que el día anterior estaba plagada de parches, segundas partes e historias inacabadas. Esa que tanto te gustaba y en la que te sentías segura porque nadie la desestabilizaba. Tú tienes tus amigos, tus conocidos y tus derechos a roce, en mayor o menor medida, siempre disponibles o sólo en determinadas circunstancias. Pero no notas que te falte algo, con esos amantes de un solo día o de un mes entero tienes suficiente, es más, te encanta. Sin complicaciones, sin promesas, sin planes. Sin explicaciones. Libre. Sólo estás tú y todo lo que quieras hacer.
Como te decía. Tu vida parece perfecta, o al menos en la justa medida para hacerte sonreír casi a diario. Y entonces, alguien irrumpe en ella. El problema es que no lo notas. Al principio todo es muy normal, un nuevo amigo, risas, conversaciones interminables, una historia de mi pasado por aquí, un par de anécdotas por allá. Hasta que un día ¡BUM! Estalla la bomba. Se acabó. Te levantas, no habéis hablado en las últimas 52 horas. Mierda, las llevas incluso contadas. Y ahí comienza el delirio. No sabes cómo ni cuándo ni por qué, pero ha sucedido, y ya no tiene vuelta atrás. La drogodependencia empieza a crecer proporcionalmente a las horas que siguen pasando sin esa persona que ahora ocupa parte de tu tiempo, mente y energía. Y que también causa más de una sonrisa estúpida y sin sentido. El síndrome de abstinencia es demasiado molesto. Los minutos se hacen horas, agonía que aumenta de magnitud conforme avanza la más pequeña de las agujas del reloj. Hasta que al fin sucede. El teléfono suena y tu corazón parece que va a salir disparado, tus manos tiemblan mientras descuelgas y de repente… paz. Blanco, todo se ha vuelto blanco. Relajación. Oxígeno. Sonrisa. Y la conversación fluye, y el chute que llevabas horas necesitando desesperadamente ha sido inyectado. Tus músculos se relajan, tu cuerpo comienza a liberar endorfinas que invaden tu cerebro de una inmensa, adictiva y maravillosa… Paz.
Ya no es un simple amigo. Ahora la has jodido hasta el fondo, te has pillad… ¡NO!!! No pronuncies esa palabra, ni siquiera la pienses. Se te ha ido la olla, por completo. Te has dejado llevar porque hacía meses, quizá años, ni te acuerdas, que te sentías así. Has dejado de pensar de forma racional y tú misma te has traicionado. Ahora ya no tienes vuelta atrás, ¿o sí? Sí, siempre la hay, siempre hay una alternativa. La huída. Cobarde, vergonzante, ruin y de gallinas, sí, pero la única alternativa que tu mente es capaz de procesar. Huir. Huir o morir, sí, la muerte es la otra opción, no estás preparada para esto, no lo esperabas, no lo planeaste, no te hiciste a la idea y ahora es demasiado tarde para plantearlo porque no te da tiempo a procesar todo lo que conlleva.
Tiempo. Necesito tiempo. Tiempo para reflexionar, para poner mis ideas en orden, para estar sola, para pensar. Tiempo sin ti. Esa es la versión oficial. Pero en el fondo de tu interior, nada más lejos de la realidad, estás acojonada. Te ha vuelto a pasar. No es como si hubieras pasado años sin sentir algo por una persona, qué va, lo has sentido, y ha dolido, claro, pero esta vez es diferente porque es correspondido. O porque te gusta pensar que la otra parte de este tremendo caos estaría dispuesto a saltar al vacío siempre y cuando fuera agarrado de tu mano. Y eso te da miedo, sudor frío, pensamientos oscuros, escalofríos, pánico… Atracción. Totalmente opuestos e inevitablemente sentidos a la vez. Porque tu mente es gilipollas y se siente atraída por todo lo que no le conviene, como el miedo. Y piensas ¿cuántos miles de almas desean algo así? ¿Cuántos lo buscan sin éxito? Y aquí estoy yo, rechazando el amor en todas sus facetas, aunque solo sea una simple historia que podría durar unos días. Da igual, es algo relacionado con compromiso, con conectarse a una persona, con necesitar de otro, con echar de menos hasta que duela. No, tú no quieres eso. Y por ello has huido, y menos mal, lo necesitabas, ahora te sientes mucho mejor. Vuelves a ser libre, toda entera tuya y para ti, una vida tranquila que manejar a tu antojo. Hoy aquí y mañana allí, siempre con el silencio, ese dulce silencio, como compañía.
Los primeros días son geniales, una liberación, una nueva realidad. La vuelta al pasado, a tu normalidad, esa tanto terror te da perder: Independencia. El cuarto día llegan los problemas. Hay un hueco, una especie de vacío, algo te falta. ¿Cómo estaba antes relleno ese huequecito tan pequeñito y a la vez tan gigante como para que duela tanto? Buscas su anterior relleno, y te das cuenta de que no está por ningún rincón, porque antes ese hueco no existía. Era un hueco que se ha ido haciendo esa persona que irrumpió en tu un tanto descarrilada vida hace un par de meses. Y cuanto más tiempo pasa más grande es el hueco, y más difícil de rellenar después. Solo hay una salida: Aceptación.
Aceptación. Quinto paso del duelo. Tú sientes algo que va creciendo poco a poco pero imparablemente y no lo puedes evitar. Es tarde para huir, y aunque no lo fuera ¿por qué habrías de hacerlo? Encuentras 95 motivos por los que quedarte. Solo 5 por los que irte. Al final todo se resume en un porcentaje. Y aunque la mayoría aplastante de motivos para seguir con una historia que apenas acaba de empezar sea masivamente superior tú aún tienes dudas. Y sigues dudando durante días, hasta que una mañana te despiertas y decides dejar de pensar, porque pensar no lleva a ningún sitio bueno, pensar solo conduce a inhibir impulsos. Hay que vivir. Y para vivir hay que actuar. El 95 se ha convertido en un 100%. El porcentaje del corazón finalmente ganó al de la razón, ¿quién lo esperaría cuando lleva toda su vida perdiendo? Siempre hay un primer grito tras muchos años de silencio. Y ese porcentaje tiene sabor español.
Vuelta a la drogodependencia, a echar de menos, a sonrisas tontas, al miedo, a los nervios. Pero ya está hecho, y tú te hallas en un sin vivir. Gajes del oficio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario